Fue uno de los días más tristemente recordados en la historia del automovilismo argentino. Esa tarde de un sábado gris y lluvioso, aquél 30 de septiembre de 2000, le dio un escenario dantesco a la infausta noticia que llegaba desde Carlos Tejedor…
Rubén Luis Di Palma, quien minutos antes había estado en La Pampa dándole una mano a su hijo Marcos en la carburación del Top Race, fallecía como consecuencia de un accidente con su helicóptero.
Nadie podía creer la noticia. Nadie quería aceptar la noticia. En aquella estancia “10 de noviembre” se truncaba la vida de un pedazo gigante de historia fierrera nacional. El Loco, ese que se había ganado su apodo por tantas andanzas en su Arrecifes natal, como pasar por debajo de los acoplados con el karting o por el puente, a ras del río con su avioneta, se iba a los 55 años, dejando un vacío enorme en el automovilismo.
Di Palma era automovilismo. Amado por los de Torino, por sus campeonatos y por su presencia en la Misión Argentina de Alemania, pero también por los de Chevrolet, Dodge y Ford, marcas que defendió y con las que se dio el gusto de ganar.
El deporte motor aun extraña a Rubén Luis (así, el nombre de su padre primero y el de su mamá, Luisa, después), el pionero de la dinastía más famosa del automovilismo argentino. Sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, esos que ya están descubriendo el ruido de los motores, continuarán el legado, porque Rubén Luis Di Palma, es resistente al olvido…